sábado, 10 de marzo de 2007

MIEDO A LA OBSCURIDAD

MIEDO A LA OBSCURIDAD

El diablo no existe, los ladrones no quieren robar a un niño como yo, en el mundo no hay fantasmas, los muertos nunca vuelven al mundo de los vivos. Antes, cuando era más chico, Ricardo se dormía sin ningún temor. Le apagaban la luz y muchas veces él agitaba la mano en son de adiós para que se salieran de su recámara pues ya tenía sueño. Pero eso fue hace mucho, antes de que cumpliera los tres años, antes de que papá se fuera de casa. A qué le tienes miedo, trataba de in vestigar su padre. No te va a pasar nada, no hay nada ni nadie que te quiera hacer daño. Yo te cuido. Estoy aquí, junto a tu cuarto. No papá, ya no tengo miedo. Había estado tranquilo durante todo el día. En la mañana estuvo jugando con uno de sus primos hasta la hora de la comida. Luego lo llevaron a ver
Mi pobre angelito, película en donde los papás se van de viaje y se les olvida el hijo menor que, solitito durante varios días, tiene que enfrentar a unos ladrones que intentan robar su casa. En la medida que se acerca la tarde, sin embargo, una angustia se empieza a apoderar de Ricardo. Cuando cae la noche ya se siente presa de ella. Al grado que a veces prefiere no ir a casa de su papá con tal de no dormir solo y de no tener que aguantarse la oscuridad. Merienda, ve un rato la televisión y entonces su papá le anuncia: llegó la hora de dormir. Su padre lo lleva hasta la recámara, espera a que se ponga la piyama, lo tapa cuidadosamente, le da un beso y apaga la luz. Quédate un ratito conmigo, dice Ricardo. Pero hijo, explícame, ¿a qué le tienes miedo? A nada, contesta él dubitativo. ¿Ya ves? Así me gusta, que seas valiente. Y ahora a dormir, le ordena. Lo cual significaba tener que quedarse en ese cuarto que le habían acondicionado para él solo. Cuando su padre estaba a punto de cerrar la puerta, Ricardo intervino y pidió: por favor no cierres. ¿Me prometes que no te vas a levantar?, preguntó su padre. Te lo prometo. Así que papá se alejó y él se quedó solo en la oscuridad.

Cuando estaba en casa, con mamá, dormía con ella, en la misma cama. Y cuando ella no estaba se quedaba con Cecilia, la muchacha, que lo acompañaba viendo la televisión hasta que mamá llegaba. Claro que a veces él se quedaba dormido y sólo despertaba cuando algo en su interior le decía que lo habían dejado solo, que lo habían abandonado, y entonces abría los ojos como por arte de magia. La mayor parte de las veces su presentimiento resultaba cierto. Entonces lanzaba un grito llamando a su mamá, a Cecilia, a su abuela o a quien se hubiera quedado a cuidarlo. Otras veces, era la propia Cecilia la que lo calmaba y le decía no te preocupes, aquí estoy, tu mamá no tarda. Y otras más su madre ya se encontraba junto a él, tibia, dormida, protectora. Tengo que ser valiente, se decía Ricardo, quiero que mi papá se sienta orgulloso. Cierra los ojos por un momento. La oscuridad es más intensa. Todo parece más negro. Alguien se le podía aparecer sin que él se diera cuenta. Cecilia le había contado que un niño que se había portado mal oyó ruidos debajo de la cama y cuando se asomó a ver qué ocurría el diablo le dio un arañazo que le arrancó un pedazo de nariz. Pero ya su papá le había comentado, una y otra vez, que el diablo no existía. Entonces se acordaba de aquella película en la que le clavaban un cuchillo en el ojo a un hombre y se le salía la gelatina y le escurría por toda la cara. Por eso cuando podía se acostaba apoyando un ojo en la almohada por si algún malo lo quería sorprender y sacarle a él la gelatina. Se hizo un silencio. Y entonces le pareció oír en la distancia el pitido de un tren. Cecilia le había contado que cuando un niño llega a escuchar el silbido de un tren significa que alguien se va a morir, igual que cuando uno ve una mariposa negra en la pared. Escuchó con atención. Sí, era el silbido del tren. ¿Quién se iría a morir? ¿Su mamá que a estas horas estaba sola allá en su casa? Ojalá que no. Cualquier otra persona menos ella. ¿Su papá, que se encontraba durmiendo en la habitación de al lado? Tampoco. No, por favor. Entonces. . . ¿Quién más? Cuando oigas el pitido de un tren en la distancia es que alguien se va a morir. ¿Qué se sentirá cuando uno se muere? ¿Una nada? ¿Un vacío? ¿Como caerse en un hoyo oscuro y sin fondo? ¿Caer en una oscuridad para siempre? Morirse: como la tortuga que dejó bocarriba en el patio para que no se le perdiera y cuando amaneció la encontró achicharrada por el sol. O como el cachorrito aquél que le regaló su papá y que, pequeñito como estaba, se le cayó de las manos sobre la punta de un ladrillo del jardín y se murió. Tal vez por eso se asustó tanto cuando un amiguito le dijo que todos teníamos dentro del cuerpo una calavera. Llegar hasta la calavera que todos tenemos dentro.

Hasta esa oscuridad tan profunda de la que uno no puede volver a salir. El tren había dejado de sonar. El diablo, la muerte, el coco. El diablo es rojo, con barbita y cuernos, con una pata de gallo y otra de cabra, la cola en punta de flecha y un tridente en la mano. Pero y ¿el coco? Nadie le había dicho nunca como era, ni siquiera sabía si era como una calaca. El coco. Su solo nombre le daba miedo y más miedo por el hecho de que ni siquiera se lo podía imaginar.

En la casa priva un profundo silencio, lo cual hace que la oscuridad sea más evidente. Le dan ganas de levantarse, de ir a la recámara de su padre y acostarse, aunque sea un rato, junto a él. Pero no. Se domina y escucha con atención. Un perro ladra en la distancia. Oye el canto de un gallo. Y pensar que si estuviera en su casa ahora estaría profundamente dormido junto a mamá, calientito y sin ningún temor. Pero bueno, ahora está en casa de su padre y ni modo. En otras ocasiones, al sentirse como ahora, se ha atrevido a llamar a su papá en voz alta. Lo llama una, dos, tres veces hasta que su padre se despierta y aparece frente a su puerta. En lugar de invitarlo a dormir un rato con ellos su padre lo reprende: Ricardo, esta es la última vez que te permito, etc., etc., le dice mientras lo tapa otra vez con las mantas hasta el cuello. Tiene que dominarse. Se repite: el diablo no existe, los ladrones no quieren robar a un niño como yo, no debo creer en fantasmas ni en espíritus y menos aún que alguien me va a sacar la gelatina, no le debo tener miedo a los robachicos, ni a los gitanos ni al hombre del costal. Ni a las mariposas negras ni al pitido lejano de un tren, ni a las brujas ni a los chavos banda, ni a los ladrones, borrachos o asaltantes. Quiero que mi papá sepa que puedo estar solo en la oscuridad. Sin pensarlo se sienta sobre la cama. Espera un momento y sus ojos se acostumbran a distinguir unos cuantos objetos: muebles, juguetes, ropa. Sin hacer ruido Ricardo se levanta. Camina descalzo hasta llegar frente a la recámara donde su padre y su nueva esposa se encuentran dormidos. Se detiene frente a la puerta. Con cuidado toma la manija y abre. Alcanza a ver dos bultos inmóviles sobre la cama; los escucha respirar profundamente. En absoluto silencio, de pie frente a la recámara, Ricardo observa a su padre, indiferente ante la oscuridad que lo rodea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buuuhhuuu!!

k m!edo.

un buen cuento k m suena muy edipico